La Iglesia, cuya historia nunca ha sido tranquila, está viviendo una época de indudable agitación. La insistencia del papa Francisco en la necesidad de huir de esquemas autorreferenciales para ir formando una comunidad eclesial más misionera, más sensible a la injusticia social, más descentralizada, más abierta a todo tipo de personas, con un mayor protagonismo de la mujer y más atenta a toda clase de excluidos y de heridos (el famoso “hospital de campaña” del que tantas veces ha hablado) no gusta a todo el mundo. La oposición a sus reformas, a sus gestos, a su mensaje, a la dirección que ha ido imprimiendo al mundo católico, está organizada y (digámoslo sin eufemismos) en pie de guerra. Es una oposición abierta y tenaz, más fuerte en algunos países que en otros (muy enérgica en los EE.UU. y en Italia, por ejemplo) encabezada y alentada por jerarcas de mucho peso (así como los hay, de mucho peso también, al lado de Francisco). En algunos medios católicos de corte inmovilista los ataques al papa son el pan de cada día. Como respuesta, en otros medios, de corte más progresista, sus columnistas se sienten obligados a salir a diario en defensa del obispo de Roma.
Lo primero que queremos subrayar es que esta tensión no tiene por qué ser mala. Pone de manifiesto la humanidad de la Iglesia, su realidad política, le quita el manto de impasibilidad y de “no ser de este mundo” con el que a veces se había querido vestir (o disfrazar, pues las tensiones han existido siempre). En el mejor de los casos es una tensión que puede propiciar que se dialogue más a todos los niveles. Si cardenales y nuncios discrepan abiertamente entre ellos, ¡y con el mismísimo papa!, ¿por qué no deberíamos mostrar también nuestras discrepancias los que no llevamos birreta roja, los laicos, los sacerdotes, todos? Tal vez la exposición franca de nuestras divergencias nos ayudará a encontrar más salidas que la pretensión de que la Iglesia es una balsa de aceite.
En segundo lugar, queríamos llamar la atención sobre el hecho de que quizá detractores y paladines del papa se equivocan por igual al centrar el debate en la persona de Francisco. Los personalismos nunca son buenos: adular al líder porque me siento identificado con él puede ser tan infantil como denostarlo porque su mensaje me incomoda. Y plantear los conflictos que sacuden la Iglesia en términos de fidelidad o animadversión hacia el pontífice distorsiona la verdadera naturaleza de la crisis. Quienes centran el debate en la persona del papa corren el riesgo de convertir el problema en una discusión sobre las virtudes o defectos particulares de Francisco, y, en consecuencia, pueden perder de vista lo que realmente está en juego. Los temas de fondo van mucho más allá de la persona que hoy ocupa la silla de Pedro en Roma.
Lo que está en juego, por supuesto, es la fidelidad de la comunidad eclesial al Espíritu Santo. ¿Está la Iglesia, en su conjunto (encabezada por el papa, eso sí), siendo dócil al Espíritu o resistiéndosele? Y puesto que en la Iglesia hay corrientes contrapuestas, la cuestión de fondo es la fidelidad de cada una de ellas al Espíritu.
Dejemos al papa tranquilo, por decirlo así, dejemos de centrarnos tanto en examinar cada palabra y cada declaración suya (algo que Francisco tal vez agradecería) y centrémonos en lo que, como cristianos, debería importarnos más: ¿Quién, en la situación que estamos viviendo, está siendo más fiel al Espíritu de Jesús? ¿Quién se está dejando llevar, sin miedos, por el Espíritu Santo que en Pentecostés se derramó sobre los discípulos y así engendró la Iglesia?
Es obvio que si planteáramos esta pregunta a unos y a otros todos responderían: «Nosotros». Un tradicionalista asustado por la mentalidad de Francisco y un liberal enamorado del papa asegurarían, con idéntico fervor (y muy probablemente con igual sinceridad): «A nosotros solo nos mueve la fidelidad al Espíritu».
Por desgracia, todavía no existe un «fidelidamómetro» que nos permita evaluar la fidelidad de personas y colectivos, como si de un termómetro para saber la temperatura se tratara. ¿Cómo responder, entonces, a la pregunta sobre la fidelidad al Espíritu? ¿Cómo descubrirla? Sugerimos un modo de hacerlo.
El Espíritu, y de eso no nos puede caber duda, es entregado, generoso y nunca busca el propio bien. Partiendo de esta base, quizá una manera de examinar la fidelidad que cada uno practica al soplo del Espíritu sería haciéndonos la antigua pregunta latina que conoce todo buen lector de novelas policíacas: ¿Cui bono? ¿A quién beneficia la polémica? ¿Quién está protegiendo sus intereses? ¿Quién está defendiendo su posición?
Y las preguntas opuestas, que en este caso señalarían quien, al no buscar su propio bien, estaría siendo más fiel al Espíritu: ¿Quién se está arriesgando más? ¿Quién está anteponiendo las necesidades de las personas a las de la institución? ¿Quién, en verdad, se busca dolores de cabeza?
No parecería, ciertamente, que arriesgan mucho ni pierden nada los que se atrincheran en posturas inmovilistas, autocomplacientes, muy seguros de sí mismos, y aseguran que la solución a los problemas que afectan a la Iglesia pasa por frenar cualquier posibilidad de reforma y regresar a los esquemas rígidos de ayer.
Y, por otro lado, no parecería que sean los que (empezando por el papa) apuestan por una Iglesia en salida, «accidentada, herida y manchada por salir a la calle»[1] quienes están defendiendo su posición, quienes buscan la placidez que otorgaría no plantear preguntas incómodas, quienes tratan de mirar hacia el otro lado para no tener que enfrentar las faltas de la propia institución. Su esfuerzo por librar la Iglesia de automatismos autoritarios y de despojarla de clericalismos caducos, de hecho, les está complicando la vida.
La prueba del ¿Cui Bono?, en definitiva, deja muy pocas dudas acerca de quién se está dejando guiar por el Espíritu.
[1] Papa Francisco. Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 49
Este domingo, 19 de noviembre, se celebra por primera vez en toda la Iglesia Católica una Jornada Mundial de los Pobres, bajo el siguiente lema: «No amemos con palabras, sino con obras».
El Papa Francisco ha querido iniciar así una tradición que dirija el foco de atención de toda la comunidad cristiana sobre los pobres, siguiendo las indicaciones del concilio Vaticano II: «El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón» (Gaudium et Spes, 1).
La intención de esta jornada es sensibilizar a toda la sociedad de que los cambios necesarios para erradicar la pobreza requieren de un compromiso continuado de parte de todos, como indica con claridad la carta de presentación con la que se convoca esta jornada: «La Iglesia no puede ser espectadora pasiva ante el drama de la pobreza, y los cristianos no pueden contentarse con una esporádica y fragmentaria participación para tranquilizar la conciencia».
Señala el Papa Francisco la necesidad de compartir los dones de la vida con los demás, pues «el amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su situación de marginación. No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia».
Sabemos que la pobreza reviste muchas caras, tanto materiales, como también afectivas y espirituales. Todas ellas nos interpelan y nos piden dejar de un lado nuestra indiferencia o resignación y comprometernos, de forma continuada, con las personas más necesitadas de nuestro entorno.
Finaliza el Papa indicando que «esta Jornada tiene como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de su confesión religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado a la humanidad sin exclusión alguna».
Tal y como informaron los medios de comunicación del mundo entero, del día 6 al 10 de este mes de septiembre el papa realizó su esperada visita apostólica a Colombia. Fueron cinco días muy intensos. Intensos y agotadores, en primer lugar, sin duda, para el propio Francisco, que estuvo en Bogotá, Villavicencio, Medellín y Cartagena celebrando eucaristías multitudinarias (en cada una de estas ciudades los asistentes a los actos superaron todas las previsiones de los organizadores) así como un sinfín de encuentros: con representantes del gobierno colombiano, con los jóvenes, con víctimas del conflicto armado, con religiosos, con obispos, con la gente que abarrotaba las calles por las que él pasaba y con los que se concentraban, espontáneamente, alrededor de la nunciatura apostólica de Bogotá, donde se hospedaba. Ha sido también una visita intensa para todos los que la hemos seguido de cerca: días muy ricos en gestos, en momentos conmovedores, en mensajes que han interpelado hondamente al país, en cercanía…
Francisco había dicho que iría a Colombia cuando el gobierno y la guerrilla hubiesen firmado el acuerdo de paz que pone fin a más de 50 años de conflicto armado. Ha cumplido su palabra, haciendo de su viaje una invitación a la reconciliación de todos aquellos a los que la guerra y la violencia han enfrentado durante tanto tiempo.
Tratando de hacer un poco de balance de esta visita del papa, uno se da cuenta de que nos ha dejado un mensaje universal: es decir, un mensaje que va más allá de la situación colombiana, que la trasciende, y que nos podemos aplicar todos los que, en Colombia o fuera de ella, vivimos preocupados por los conflictos y la violencia, y que buscamos sendas de paz y reconciliación. Francisco, con su lenguaje claro y transparente, nos ha invitado a no ser espectadores en la edificación de la paz: «Cuando las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de la paz. Es necesario que algunos se animen a dar el primer paso en tal dirección» (Homilía en Villavicencio, día 8 de septiembre). Una y otra vez, el papa ha insistido en que no nos resistamos a la reconciliación, que no tengamos miedo «a pedir y ofrecer perdón»: «Es la hora de desactivar los odios» (Encuentro de oración por la reconciliación nacional, Villavicencio, 8 de septiembre).
En un mundo donde tantos se apuntan, y tan rápido, al resentimiento y a la venganza, donde los conflictos, reales o imaginados, tienden a enquistarse, esta recomendación («es hora de desactivar los odios») nos parece esencial. Esencial, a pesar de su exigencia. Francisco sabe hacer que suene como realizable (¡porque en verdad lo es!) lo que, en boca de otro, parecería una quimera o una llamada vacía. Desactivemos el odio. Perdonémonos. ¿Acaso no es posible? La simpatía que emana del papa, con su sencillez y sonrisa pródiga, lo capacita para comunicar, sin ofender a nadie, un mensaje que en boca de otro parecería severo y sería, con toda certeza, rechazado.
Expresaba eso mismo, con franqueza y un cierto asombro, un taxista de Bogotá la tarde del mismo domingo en que el papa había terminado su visita y acababa de embarcarse en su vuelo para regresar a Roma. «Si otro me dijera las cosas que él dice, no me gustaría oírle. Pero ese señor tiene una forma de corregirte que hace que le pongas atención. Cuando vi por el televisor que se metía en el avión, me eché a llorar». No se puede resumir mejor la visita de Francisco a Colombia.
Martí Colom
A menudo el tono de un mensaje dice más acerca de su emisor que el mismo contenido que el mensaje comunica. Es más: a menudo, el tono es el mensaje, casi por encima de su substancia.
Fijar nuestra atención en el tono—el estilo—con el que nos comunicamos nunca es un ejercicio superfluo, ni significa que estemos evitando debatir o enfrentar las cuestiones de fondo, porque el tono es un aspecto importantísimo del proceso comunicativo. Escoger el tono equivocado puede arruinar un intercambio de información o de pareceres, del mismo modo que acertar en el tono adecuado para exponer una opinión puede posibilitar la articulación de los mensajes más difíciles y que más oposición podrían generar por parte de sus destinatarios.
De hecho, como receptores captamos primero el tono, antes que la substancia de lo que se nos dice, y al terminar el intercambio comunicativo recordamos el tono tanto o más que dicha substancia, porque el tono es el que ha alcanzado nuestras emociones (y en gran medida ha determinado nuestra reacción, ya sea positiva o negativa, de adhesión o rechazo a lo expuesto). Las emociones experimentadas mientras escuchamos o leemos el mensaje, en efecto, suelen impactarnos más que el estímulo puramente intelectual provocado por las ideas planteadas, y suelen permanecer en nosotros más tiempo. Al final, pues, la substancia comunicada puede incluso perderse o quedar diluida, olvidada e ineficiente, entre esta captación del tono previa a la asimilación del mensaje y el recuerdo del tono posterior a su recepción.
El tono, además, es fundamentalmente inseparable del contenido que expresa, pues hay tonos que imposibilitan ciertos contenidos: un tono nervioso no servirá para acompañar una llamada a la serenidad, un tono agresivo y altanero difícilmente podrá vehicular un mensaje empático, un tono angustiado no sabrá transmitir un contenido esperanzado, y una exhortación a la paz no puede entregarse en un tono crispado… del mismo modo que será muy difícil usar un tono jovial para transmitir un reproche o un tono conciliador para destacar antagonismos, un tono disgustado para hablar de la alegría o un tono jocoso para conversar sobre la violencia. Hay tonos que, simple y llanamente, obstaculizan el proceso de transmisión de los contenidos que se quiere comunicar.
El tono que usemos será especialmente importante cuando queramos compartir ideas y consideraciones sobre la fe y sobre nuestra espiritualidad, por tratarse de realidades donde la subjetividad y la experiencia personal de quien habla tienen mucha relevancia, a la vez que son temas que tocan una dimensión muy íntima de los que escuchan el mensaje.
Hemos hecho este largo preámbulo para hablar del pontificado de Francisco. Algunos críticos, hablando desde su deseo de que haya reformas significativas en la Iglesia y movidos por la frustración ante la ausencia de tales reformas, reprochan al papa que únicamente esté cambiando el tono del discurso eclesiástico: con eso quieren decir que reconocen una novedad en el estilo de Francisco, admiten que su discurso ha perdido el acento severo, moralizante, altivo, incluso prepotente que a menudo había caracterizado al magisterio, hasta hace poco tiempo… pero aseguran que este cambio no cambia nada, pues no perciben transformación alguna en la sustancia de lo que el papa anuncia. Es la misma letra con otra música, algunos han dicho: la melodía es más moderna, pero las palabras son “las de siempre”.
Si consideramos lo planteado en los párrafos precedentes nos daremos cuenta de que estas críticas olvidan que, en realidad, un cambio de tono ya es, en gran medida, un cambio de sustancia. Nos parece que Francisco sabe muy bien lo que hace: si logra que la afabilidad, la humildad y la sencillez se impongan como el nuevo tono con el que la Iglesia se expresa y hace oír su voz, ciertos contenidos ya no se podrán transmitir o tendrán que ser necesaria y profundamente repensados. Su tono dialogante y no autoritario no solamente dibuja un nuevo perfil de la Iglesia, con un énfasis—decisivo—en la misericordia, la comprensión y la alegría: también frena y desautoriza una interpretación rigorista, tajante, cerrada e inflexible de las verdades de la fe.
Si es cierto que el tono ya es parte del mensaje, la conclusión es que Francisco sí está diciendo cosas nuevas. Usando un tono nuevo abre las puertas a nuevos contenidos, muy consciente, nos atreveríamos a sugerir, de que la consecuencia inevitable de cambiar de tono es el descubrimiento de una nueva luz que impacta necesariamente la vivencia de la fe.
Obviamente, queda por decir lo más importante: que Francisco, al usar el estilo de la ternura y la cercanía, al preferir el tono y el lenguaje de la misericordia, no está haciendo otra cosa que recuperar el tono del mismísimo Jesús. El “nuevo” estilo de este papa no es sino un regreso a lo más propio del evangelio; a la voz que una y otra vez animaba a las personas a levantarse, a descubrir que su propia fe les había salvado, la voz que le dijo a la mujer “tampoco yo te condeno” y a los discípulos “os llamo amigos”. El “nuevo” estilo de Francisco es, sencillamente, un retorno y una puerta abierta de par en par hacia lo más auténtico y verdadero del mensaje cristiano... que quizá, el magisterio había ido olvidando a base de favorecer un tono grandilocuente, abstracto, grave, defensivo y enfadado para hablar de las cosas de Dios.
Con fecha 19 de marzo el papa Francisco publicó la tan esperada Exhortación Apostólica postsinodal Amoris Laetitia (“La alegría del amor”). Un texto largo, como ya nos tiene acostumbrados el actual pontífice, donde no deja escapar la ocasión para incluir en un mismo escrito tanto principios generales como afirmaciones de lo más concreto y práctico.
Grande era la expectativa tras dos Sínodos dedicados a la familia, en 2014 y 2015, de manera especial respecto a temas candentes como pueden ser el acceso a la comunión por parte de los divorciados vueltos a casar, la acogida de las personas con orientación homosexual en la Iglesia, o los métodos anticonceptivos. Y, como era de esperar, nunca llueve a gusto de todos. Desde los sectores más intransigentes se acusa al texto de ambiguo, mientras que desde ciertos ámbitos progresistas se le considera tibio, se esperaba más.
¿Qué podemos decir al respecto? Creemos sinceramente que se trata de una exhortación que abre puertas, y hacemos nuestra la frase del patriarca Máximos IV Saigh en el Vaticano II: “Hay puertas que, una vez abiertas por el Espíritu Santo, nadie puede en adelante cerrar”. Quien las esperaba abiertas de par en par se queja de que sólo están “entreabiertas”. Quizá sí, pero, desde luego ¡lo que no han quedado es cerradas como estaban! Constreñidos por el espacio, y aún a riesgo de sintetizar demasiado un texto tan amplio, veamos los puntos que nos parecen más destacables:
En primer lugar hay que resaltar el tono marcadamente conciliar del texto: Huele a Vaticano II por todas partes. No sólo por su optimismo antropológico, sino en gran parte por la utilización del método inductivo -de manera especial en el capítulo segundo-, relegado desde hacía tiempo en la Iglesia únicamente a cuestiones de moral social: Francisco parte de la observación de la realidad, constatando la diversidad de “situaciones familiares” (nº 52) con las que nos encontramos. También está muy en línea con la “escucha al mundo” (Gaudium et Spes 40 y 44) el recurso a citas de autores seculares -y no necesariamente creyentes- como Borges, Octavio Paz, Fromm, o Benedetti, de quien se permite copiar en el texto un precioso poema (nº 181); la guinda a este respecto la pone una referencia a la película El festín de Babette, en el nº 129. No recordamos nada parecido en un documento papal.
Dicho esto, cinco serían, a nuestro modo de ver, los pilares teóricos de los que parte su reflexión. En primer lugar, tres desde la reflexión humana: El empleo de dicho método inductivo; una postura realista y posibilista (hay que hacer “el bien posible”; nº 308); y finalmente, uno de los principios a que nos tiene acostumbrados desde la Evangelii Gaudium: “el tiempo es superior al espacio” (nn. 3 y 261; es decir, son más importantes los procesos que el control de una determinada situación). Junto a esos fundamentos filosóficos, se añaden dos principios desde la fe: todo hay que interpretarlo en clave de misericordia[1] (va siendo la tónica de su pontificado amén del lema del presente año); y debemos emplear la “lógica de la integración” (nº 299).
Partiendo de ese armazón teórico, ¿qué propuestas concretas plantea Francisco? Junto a recomendaciones y consejos de carácter práctico, típicos de esa naturalidad del actual pontífice, en los que no nos vamos a entretener[2], encontramos afirmaciones relevantes tanto en lo estrictamente doctrinal como sobre todo en lo pastoral:
- Respecto a la doctrina no hay cambios[3], ciertamente, pero sí una nueva óptica –en línea con el Vaticano II- según la cual ya se nos advierte desde el inicio del texto que subsisten “diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunos aspectos que se derivan de ella” (nº 3), es decir, habrá variedad de interpretaciones de la doctrina, dependiendo del contexto: “Además en cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas”. La doctrina no es por tanto algo monolítico[4], sino algo interpretable y adaptable. Asoma pues ahí el camino de la descentralización[5] así como la aplicación de la subsidiariedad.
- Abundando en el mismo tema, nos parece significativa la afirmación de que “la ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión” (nº 305, uno de los números clave de todo el documento). Vemos como Francisco desplaza el centro de interés hacia el proceso personal de cada individuo (que retomaremos después).
- También en lo doctrinal, Francisco presenta el matrimonio como un proceso, un camino de maduración (sobre todo en el excelente capítulo cuarto, sobre el amor; cf.: nn. 122, 134; también en 221). Se nos recuerda que la finalidad del matrimonio no es sólo la procreación (nn. 36, 125, 151), y se resalta repetidamente una valoración positiva de la sexualidad humana (nn. 61, 148, 151, 156, 157, 317). Muestra gran realismo al presentar asimismo el matrimonio como “proyecto común estable”, aunque “no podemos prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida” (nº 163).
- Cambiando ahora al campo de la pastoral, se afirma que no hay soluciones sencillas[6], dada la variedad (nº 52) y complejidad (nº 79) de situaciones. Debemos aplicar la ley de gradualidad, según la cual cada ser humano “avanza gradualmente” en el camino de conversión (nº 295). Es relevante que al hablar de “situaciones familiares” diversas, se esté incluyendo ahí a los que simplemente conviven sin casarse, a los casados por lo civil únicamente, a los divorciados vueltos a casar, e incluso a las uniones entre personas del mismo sexo (nº 52). Y lo es más aún que se reconozca que todas ellas “pueden brindar cierta estabilidad”. Más adelante añadirá que la “Iglesia no deja de valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones que todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza sobre el matrimonio” (nº 292). Francisco no sólo afirma por tanto que debemos saber integrar todas las posibles situaciones familiares en la Iglesia, sino que además debemos saber reconocer lo positivo en ellas.
- Concretando la tarea de la Iglesia, ésta será: hacer autocrítica, lo primero (nº 36); comprender, consolar e integrar (nn. 49, 297, 312); tener cuidado pastoral de los que simplemente conviven, los que han contraído matrimonio solamente civil, o los divorciados vueltos a casar (nº 78); estar atentos al sufrimiento de la gente a causa de su condición (nn. 79 y 296); acompañar y ayudar a discernir (nº 243); se nos recuerda una vez más que “la tarea de la Iglesia se asemeja a la de un hospital de campaña” (nº 291); la Iglesia valora “los elementos constructivos” en las situaciones familiares que no se corresponden a su enseñanza sobre el matrimonio (nº 292); debe formar conciencias, no intentar sustituirlas (nº 37). ¡Todo un programa!
- En definitiva, como anunciábamos, Francisco va desplazando el centro de interés de la preeminencia de la norma a la de la conciencia[7]: “la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no realizan objetivamente nuestra concepción del matrimonio” (nº 303). Si no hay novedad en la doctrina, sí es cierto que nos encontramos con la innovación de llevar la solución al ámbito de la conciencia personal[8].
- Y no podemos terminar sin hacer referencia a la cuestión tan esperada y comentada de la comunión de los divorciados vueltos a casar. En primer lugar hay que aplicarles lo que Francisco afirma de modo general respecto a todos los que viven en una situación “irregular”: 1) en el discernimiento pastoral hay que tener en cuenta las circunstancias atenuantes[9]; 2) ya no es posible decir que viven en una situación de pecado mortal (nº 301). Y en segundo lugar se afirma específicamente respecto a ellos que: 1) no están excomulgados, sino que integran la comunión eclesial (nº 243); 2) en ciertos casos pueden recibir la ayuda de los sacramentos (en nota 351, referida al nº 305). Hay quien ha criticado que esta afirmación sólo aparezca en una nota a pie de página, pero lo cierto es que ya está dicho. Además, por el tenor de toda la exhortación, está clara la voluntad inclusiva del documento.
- Por si fuera poco, dicho trascendental nº 305 contiene una crítica –quizá la más directa de todo el documento- hacia aquellos que se esconden tras las enseñanzas de la Iglesia “para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar”. Resuena aquí el “¿quién soy yo para juzgar?” de los inicios del presente pontificado.
En definitiva, ambigüedad ninguna, más bien claridad absoluta en cuanto a afirmar que no estamos para juzgar sino para acoger, acompañar e integrar. El cambio de tono es notable y, como sabemos, la forma comunica contenido. Francisco no es ambiguo, en todo caso lo es la realidad compleja con que nos encontramos día a día. Su mensaje va dirigido a una Iglesia de personas adultas, capaces de pensar por sí mismos, de discernir ante lo complejo, y de asumir responsabilidades por las decisiones tomadas. Un signo de nuestros tiempos, llenos de esplendorosa libertad, es que no se nos dan recetas hechas para nuestras vidas, las decisiones las tomamos nosotros. Mensaje evangélico donde los haya, que sin duda deja puertas abiertas.
[1] “La misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios” (nº 311); es el “corazón palpitante del evangelio” (nº 309) y “la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” (nº 310).
[2] Por ejemplo todo un análisis de la importancia del diálogo en la familia (nn. 136-141), o sobre la educación de los hijos, que se pueden encontrar fácilmente en el texto (especialmente el capítulo siete).
[3] “Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas (…) puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos” (nº 300).
[4] Literalmente en un par de ocasiones empleará precisamente el término “roca”: aplicada a las normas, que no deben imponerse a la gente como si lo fueran (nº 49); y referida a las leyes morales que no pueden lanzarse como rocas contra quienes viven en situaciones “irregulares” (nº 305).
[5] “Serán las distintas comunidades quienes deberán elaborar propuestas más prácticas y eficaces, que tengan en cuenta tanto las enseñanzas de la Iglesia como las necesidades y los desafíos locales” (nº 199).
[6] En el nº 298 cita a Benedicto XVI afirmando que no existen “recetas sencillas”.
[7] “Nos cuesta dejar espacio a la conciencia de los fieles” (nº 37).
[8] Como ya ha hecho notar el gran moralista Marciano Vidal (en “Pliego”, Vida Nueva nº 2984, 16-22 de abril de 2016).
[9] El pontífice enfatiza la disminución –o incluso supresión- de responsabilidad moral en algunos casos (nn. 301, 302).